martes, 17 de junio de 2014

Modelo 74

       
Aquel fatídico lunes 17 de febrero, cumplí 40 años. A partir de ese momento hubo un antes y un después. Dejé en forma irreversible y para siempre de ser joven. A pesar de comentarios bien intencionados tales como: “para tu edad no estás tan mal” o “relájate si apenas se te notan” o “no te preocupes, los cuarenta son los nuevos treinta”, no podía lidiar con el hecho inexorable de que había comenzado la cuenta regresiva de mi vida. Ese gustillo a decrepitud sólo se exacerbaba cuando algún descriteriado empezaba a cantarme “señora de las cuatro décadas”. 

Por todos estos motivos, sabía que éste sería un trance difícil de sobrellevar, y por lo mismo tomé todas las precauciones del caso. Como primera medida, le advertí a mi maridito que no se le ocurriera llegar con las manos vacías ni mucho menos con uno de esos vales que nunca se llegan a materializar. La segunda estrategia fue organizar productivamente un asado cumpleañero con los pocos amigos que encontrara deambulando por Santiago.

Mientras trabajaba afanosamente en los preparativos del festejo -y maldecía el mismísimo minuto en que se me había ocurrido celebrarme- hubo dos incidentes que me anunciaron el viejazo. El primer hecho preocupante fue cuando metí el iphone dentro de la tostadora confundiéndolo con una rebanada de pan. El segundo episodio inquietante fue cuando llegué al estacionamiento del supermercado y traté obstinadamente de subir la barrera introduciendo mi tarjeta de crédito.

Para mi sorpresa el cumpleaños resultó ser un éxito. Estuvo simpático, emotivo y milagrosamente a mi marido argentino el asado le quedó bien. Después de todo, los cuarenta no habían partido tan mal.

Al día siguiente, amanecí feliz. Literalmente no me podía sacar la cara de cumpleaños. 

Decidí aprovechar esta onda positiva y convidar a unas amigas a piscinear. El contexto fue de relajo total: mucha conversa, puchos, chocolates y champaña. Ninguna de las madres presentes se preocupó demasiado del ejemplo que le estábamos dando a los niños. “Miren al grupito de cuarentonas desatadas”, comentó mi marido al vernos chapoteando en el agua. Pocas horas después, la juerga continuaba. En esta ocasión la locación era el roof flor de un exclusivo hotel. No me acuerdo bien cuánto tomé, pero sí recuerdo la presencia de un joven mozo, a modo de marca personal, que rellenaba y rellenaba mi copita aflautada.

Los primeros síntomas del colapso se manifestaron de regreso en mi casa. Mi cuerpo había capotado. Reiteradas y desagradables visitas al baño me dejaron en claro que me había sobregirado. Pasé todo el día siguiente en cama, tomando Gatorade a sorbitos, y soportando estoicamente el bullying de mis amigas. “Eso te pasa por no asumir tu edad ”, fue la sentencia que me hizo dar por finalizadas las celebraciones de mis cuarenta. 

No hay comentarios: