“Mamá, ¿por qué dices que eres una canosa
furiosa si apareces sonriendo arriba de un árbol?”, me preguntó la Margarita de
7 años, mientras analizaba mi foto en la Revista Hola. “Ay, mi amor, no me haga
preguntas difíciles”, le respondí nerviosa encandilada con mis canas que
brillaban en el papel couché. En la
mismísima publicación, aparecía unas cuantas hojas más allá, la inmortal y
siempre bella Isabel Preysler. “Por suerte a esta socialité no le llega la
versión chilena”, pensé aliviada. Se habría descompuesto al ver que a su lado aparecía
una famosilla wanna be con la camisa
arrugada y las mechas despeinadas.
Agarré la revista, la enrollé en un tubito y la escondí en un
rincón de mi clóset. “¡Para qué hago esto si no tengo pasta de celebrity!”, me reproché. Prendí el agua
caliente para meterme en la ducha. A la 9.30 hrs. había quedado de juntarme con
mis amigas cesantes para tomarnos un café. No había alcanzado a meter el dedo
gordo debajo del chorro, cuando sonó el teléfono.
- Hola Minatita, me encantó su entrevista y sale muy bien.
- Gracias mamá.
- Eso sí, podría haberse arreglado un poquito más. Le faltó
pasarse una peinetita…
¿Qué onda?”, pensé. Entonces me acordé de la Ignacia y el bullying que le hacía su mamá (Síndrome
orangután). Mantengamos las proporciones. Es cierto que no me estaban
comparando con un mono, pero reconozco que me importó no tener su bendición
estética. ¡Y tal vez tenía razón! Puede ser que me haya extralimitado en mi
esfuerzo por verme natural. Es que era demasiado terrorífico imaginarme tendida
en un chaise longue, con un vaporoso vestido
rojo, y rodeada de mis hijas con cintitas blancas en la cabeza.
- Bueno mamá te corto, porque me voy metiendo a la ducha.
Pesqué el shampoo que estaba justo en el borde de la tina: Especial
para el control de canas. “¡La cagó el personaje incongruente!”, pensé. Resulta
que me he convertido en la activista oficial de las canas, pero tras bambalinas
lo primero que hago es echar mano a cuanto producto utópico venden en el
mercado para evitar el pelo blanco. Salí corriendo del agua, me vestí de una
carrera y pesqué las llaves que estaban encima de la bandejita de plaqué. Maniobra
uno, maniobra dos, maniobra tres, maniobra cuatro. “¿¡Quién mierda me mandó a
tener un opus móvil de tres corridas!?”, protesté furiosa. Y pensar que yo
siempre me imaginé en un descapotable y de pelo al viento.
- ¡Hola Rock Star!-
me dijo la Ignacia, mostrándome la revista mientras me sentaba a la mesa.
- Por favor cierra eso ¡Se me notan heavy las canas!- dije
con desagrado.
- Bueno, ¿y qué pretendías?- acotó la Zeta.
- No sé, estoy pasando por un momento de debilidad.
- Qué, ¿acaso te vas a teñir?- preguntó.
-Ni una posibilidad- intervino la Ignacia. –Tienes que seguir
con tu cruzada. Además, lo has proclamado a los cuatro vientos. Lo único que te
falta es transmitirlo por cadena nacional-.
Después de tomarnos varios cafés, me subí arriba del auto y no
pude evitar la tentación de mirarme en el espejo retrovisor. Ahí, luciéndose
impunes, estaban mis canas blancas entremezcladas con un castaño oscuro y
rematado por un colorín oxidado tipo free
style. “¡Qué cosa más horrible”, pensé mientras me movía el pelo de un lado
para otro. Esta situación se me estaba haciendo insostenible: Por una parte,
quería romper con esta convención estética, y demostrar que podía verme bien con
mis canas; pero por otro lado, no lograba sentirme a gusto conmigo misma. Desesperada,
metí la mano en la cartera, saqué el celular y escribí en el whatsapp. “Ya Marcelo, estoy lista para
hacerlo”.
Al día siguiente figuraba sentada puntualísima en la peluquería.
Al lado mío, y casi de la manito, mi amiga y asesora de imagen, Paula Salinas;
detrás mío mi compadre y peluquero, Marcelo Pineda, y frente a mis ojos unas mechas
oxidadas prontas a partir. Había algo catártico en esta ceremonia del adiós.
Deshacerme de ese pelo, era liberarme de algo que me tenía incomoda, y al mismo
tiempo, un punto de partida para encarar una nueva etapa.
Después de varios tijeretazos, mi corte de pelo ya estaba
tomando forma. Una señora mayor, que estaba sentada al lado mío, no aguantó más y comentó:
- Se ve regia mijita y mucho más joven.
- Gracias- respondí educada.
- Representa unos treinta.
- La verdad es que tengo 40, pero por suerte no tengo rollo
con mi edad.
Mi amigo Marcelo, que estaba concentradísimo en uno de mis
mechones, estalló en carcajadas.
- ¡Pero qué mentira!- dijo descontrolado de la risa.
- Bueno, no es una edad fácil- intervino la señora, tratando
de evitar una situación incómoda. - A los 40 uno es muy joven para ser viejo;
pero también se es muy viejo para ser joven- precisó .
La frase me quedó dando vueltas todo el trayecto de regreso a
mi casa. Igual tenía bastante de cierto. Al abrir la puerta del auto, la
Margarita vino corriendo a saludarme. Su cara de impacto era indisimulable.
“Mamá, ¿ya no vas a ser más una canosa furiosa?”, me preguntó, abriendo sus
ojitos. “No Margarita, a partir de hoy voy a ser una canosa feliz” y la abracé
con fuerza.
Ilustración Carolina Undurraga
Carolinaundurraga.blogspot.com