“Estar colapsada con los hijos no tiene ninguna novedad”,
fue la lapidaria observación de Juan Cristóbal; “y mucho menos la crisis de los
40”, fue su tiro de gracia. “Ahora, lo que sí me gustaría saber es sobre las
frustraciones de la mujer ABC1…”
-¡¿Qué?!
- Sí, onda lo tengo todo, pero igual soy infeliz…
Hace rato que quería escribir, y no precisamente sobre cómo aplicar
el delineador líquido sobre el ojo o comentar el lanzamiento del nuevo labial
hidratante de larga duración. No. Necesitaba hacer catarsis con mis cuarenta.
Puede ser que Juan Cristóbal tenga razón, que mi midlife crisis no le interese a nadie, y que el tema esté más que
manoseado por los libros de autoayuda, pero yo tengo que sacar esto de mi
organismo ¡y me niego a pagarle sesenta lucas a un psicólogo para que me mire
con cara de fingido interés!
En un tímido comienzo, le mostré un par de columnas a una reconocida compañera de periodismo quien, después de esbozar un par de sonrisillas, me
preguntó: “¿Tu marido ha leído esto?”. “Y… más o menos”, le respondí. “Están
buenas, las podrías publicar, ¿pero qué pretendes hacer?, ¿y qué pasó con el make-up studio?, ¿acaso no quieres volver
a maquillar?”. Fueron demasiadas preguntas y yo estaba en plena crisis existencial.
Lo único que me gustó de todo lo que escuché, fue que mi material era digno de ser
publicable.
Envalentonada, y con la mirada puesta en mi triunfal regreso
al periodismo, me pareció oportuno familiarizarme con la “nueva era” y crear un
blog para postear mis columnas. “Mujeres en cuarentena” era el nombre que me
surgía de lo más profundo de mi atormentado corazón premenopáusico.
En mi círculo más cercano el feedback fue demasiado positivo, hecho que gatilló en mí inmediatas
sospechas. “Me quieren mucho y no se atreven a decirme que estoy desvariando”,
pensé. Entonces decidí ampliar el espectro y le pedí a mis amigas que se lo
mostraran a sus conocidas. Los comentarios seguían siendo buenos y yo seguía
sin escuchar lo que quería. En ese momento, el primer portazo vino de una
conocida revista femenina: “María Ignacia tus trabajos tienen foco en un grupo
etario definido y mucho ritmo, lo que los hace atractivos para la audiencia.
Sin embargo, en este momento tenemos copado el espacio de columnas
testimoniales y no tenemos como objetivo agregar algún otro”.
No sé si habré estado en un trance masoquista, pero todavía
no era suficiente. Yo quería más feedback,
crítico y sin piedad.
Ahí es cuando entra en escena mi amigo Juan Cristóbal, uno de
esos personajes capaz de decirte las aberraciones más espantosas, pero que
logran salir impunes porque son agudos y delirantemente graciosos. “Tus
columnas son naif y se nota que son
autocensuradas”, me lanzó para ir entrando en calor. “Tienes que ser como la Bernardita Ruffinelli, deslenguada y
desinhibida, sólo así vas a ser exitosa como columnista”, sentenció. “¡Pero mi vida no es eso!” le respondí,
subrayando lo obvio. “Hace 12 años que duermo con el mismo personaje en mi cama
y lo más apasionante en mi agenda es el turno del colegio”, detallé en forma
innecesaria.
Frustrada, fui a parar a la oficina de un conocido publicista
en búsqueda de consejos y sabias palabras: “Divertidas tus columnas, pero no
puedes renegar de tu pasado. ¡Tú inventaste un concepto! Y si quieres escribir,
yo te recomendaría que comentaras tips
y tendencias de maquillaje”.
Mientras él se entusiasmaba con el relato de cómo Minata
había contribuido al boom del make-up en Chile, yo sentía cómo se me
aceleraba el corazón. ¡¿Pero cómo mierda se supone que voy a volver como la
gran maquilladora, cuando a duras penas alcanzo a echarme un brillito en la
mañana?! ¿Cómo voy a hacer asesorías de imagen, cuando ando con las uñas
impresentables y más peluda que mi marido? ¿Cómo puedo predicar sobre la importancia
del autocuidado y la belleza en la autoestima femenina, si yo quiero declararme
en huelga y dejarme las canas para siempre? ¿Con qué cara puedo exigirle a mis
alumnas que cambien su rímel cada seis meses, si el último que compré fue en
julio de 2012?
En medio de este divague, se me vino a la cabeza el fundador
de los Legionarios de Cristo y me imaginé que yo era un especie de Marcial
Maciel, pero en el mundo del maquillaje. Una persona totalmente disociada entre
lo que predica y lo que practica. Cada uno en su dimensión, viviendo una
impúdica doble vida. Una comparación terrorífica, que me trajo violentamente de
regreso a la realidad.
Devuelta en mi casa me puse a escribir. “Tengo que mostrarle
esta columna a Juan Cristóbal”, pensé. En una de esas lo puedo convencer de que
soy más que una cuarentona ABC1 en búsqueda de su destino.