jueves, 24 de julio de 2014

Feedback


“Estar colapsada con los hijos no tiene ninguna novedad”, fue la lapidaria observación de Juan Cristóbal; “y mucho menos la crisis de los 40”, fue su tiro de gracia. “Ahora, lo que sí me gustaría saber es sobre las frustraciones de la mujer ABC1…”
-¡¿Qué?!
- Sí, onda lo tengo todo, pero igual soy infeliz…

Hace rato que quería escribir, y no precisamente sobre cómo aplicar el delineador líquido sobre el ojo o comentar el lanzamiento del nuevo labial hidratante de larga duración. No. Necesitaba hacer catarsis con mis cuarenta. Puede ser que Juan Cristóbal tenga razón, que mi midlife crisis no le interese a nadie, y que el tema esté más que manoseado por los libros de autoayuda, pero yo tengo que sacar esto de mi organismo ¡y me niego a pagarle sesenta lucas a un psicólogo para que me mire con cara de fingido interés!

En un tímido comienzo, le mostré un par de columnas a una reconocida compañera de periodismo quien, después de esbozar un par de sonrisillas, me preguntó: “¿Tu marido ha leído esto?”. “Y… más o menos”, le respondí. “Están buenas, las podrías publicar, ¿pero qué pretendes hacer?, ¿y qué pasó con el make-up studio?, ¿acaso no quieres volver a maquillar?”. Fueron demasiadas preguntas y yo estaba en plena crisis existencial. Lo único que me gustó de todo lo que escuché, fue que mi material era digno de ser publicable.

Envalentonada, y con la mirada puesta en mi triunfal regreso al periodismo, me pareció oportuno familiarizarme con la “nueva era” y crear un blog para postear mis columnas. “Mujeres en cuarentena” era el nombre que me surgía de lo más profundo de mi atormentado corazón premenopáusico.

En mi círculo más cercano el feedback fue demasiado positivo, hecho que gatilló en mí inmediatas sospechas. “Me quieren mucho y no se atreven a decirme que estoy desvariando”, pensé. Entonces decidí ampliar el espectro y le pedí a mis amigas que se lo mostraran a sus conocidas. Los comentarios seguían siendo buenos y yo seguía sin escuchar lo que quería. En ese momento, el primer portazo vino de una conocida revista femenina: “María Ignacia tus trabajos tienen foco en un grupo etario definido y mucho ritmo, lo que los hace atractivos para la audiencia. Sin embargo, en este momento tenemos copado el espacio de columnas testimoniales y no tenemos como objetivo agregar algún otro”.

No sé si habré estado en un trance masoquista, pero todavía no era suficiente. Yo quería más feedback, crítico y sin piedad.

Ahí es cuando entra en escena mi amigo Juan Cristóbal, uno de esos personajes capaz de decirte las aberraciones más espantosas, pero que logran salir impunes porque son agudos y delirantemente graciosos. “Tus columnas son naif y se nota que son autocensuradas”, me lanzó para ir entrando en calor. “Tienes que ser como la Bernardita Ruffinelli, deslenguada y desinhibida, sólo así vas a ser exitosa como columnista”, sentenció. “¡Pero mi vida no es eso!” le respondí, subrayando lo obvio. “Hace 12 años que duermo con el mismo personaje en mi cama y lo más apasionante en mi agenda es el turno del colegio”, detallé en forma innecesaria.

Frustrada, fui a parar a la oficina de un conocido publicista en búsqueda de consejos y sabias palabras: “Divertidas tus columnas, pero no puedes renegar de tu pasado. ¡Tú inventaste un concepto! Y si quieres escribir, yo te recomendaría que comentaras tips y tendencias de maquillaje”.

Mientras él se entusiasmaba con el relato de cómo Minata había contribuido al boom del make-up en Chile, yo sentía cómo se me aceleraba el corazón. ¡¿Pero cómo mierda se supone que voy a volver como la gran maquilladora, cuando a duras penas alcanzo a echarme un brillito en la mañana?! ¿Cómo voy a hacer asesorías de imagen, cuando ando con las uñas impresentables y más peluda que mi marido? ¿Cómo puedo predicar sobre la importancia del autocuidado y la belleza en la autoestima femenina, si yo quiero declararme en huelga y dejarme las canas para siempre­? ¿Con qué cara puedo exigirle a mis alumnas que cambien su rímel cada seis meses, si el último que compré fue en julio de 2012?

En medio de este divague, se me vino a la cabeza el fundador de los Legionarios de Cristo y me imaginé que yo era un especie de Marcial Maciel, pero en el mundo del maquillaje. Una persona totalmente disociada entre lo que predica y lo que practica. Cada uno en su dimensión, viviendo una impúdica doble vida. Una comparación terrorífica, que me trajo violentamente de regreso a la realidad.

Devuelta en mi casa me puse a escribir. “Tengo que mostrarle esta columna a Juan Cristóbal”, pensé. En una de esas lo puedo convencer de que soy más que una cuarentona ABC1 en búsqueda de su destino.


lunes, 7 de julio de 2014

La suerte de ser argentino


“Somos muy quemados”, y no lo digo yo, lo dijo Aldo Schiappacasse en la televisión desde Brasil. “Seguro que para Rusia 2018 nos toca la sede de Siberia”, remató, lamentando nuestra mala suerte.

Ha pasado más de una semana desde aquel traumático partido. “Estuvimos tan cerca” era el lamento que se repetía una y otra vez. Y aunque no soy ni remotamente futbolera, nuestro equipo merecía ganar ¡Qué manera de dejar la vida en la cancha! Fuimos varios chilenos los que lloramos sin consuelo junto al Pitbull.

¡Qué bien nos habría venido a todos un rayito de alegría en este azotado país! Terremoto en el norte, incendio en Valparaíso, alzas de impuestos y bajas temperaturas. Es cierto que habrían quemado todas las micros y saqueado todos los locales comerciales, pero sería casi justificable. Convengamos, ganarle a la verde amarela habría sido un hito histórico que nos despojaría para siempre de ese complejo de losers.

Sin embargo, por esas cosas de la vida, en mi casa el Mundial sigue a full. Mi marido argentino está en llamas desde el sábado. De hecho, después de ese mezquino triunfo ante Bélgica, se lanzó en picada sobre el computador en busca de algún pasaje hacia la final. “Si lo difícil no es llegar; es la entrada”, me aclaró después que ingenuamente le pregunté si me podía llevar.

¡Qué cueva que tienen estos argentinos!, pensé mientras seguía masticando mi rabia.

Es cierto que hace varios años Argentina está mal, de capa caída, y no necesito ser cientista político para decirlo con total propiedad. Buenos Aires me produce nostalgia ¡Cuánto extraño la época de pizza y champaña de Menem! La ciudad está sucia, las veredas llenas de caca de perro y la Casa Rosada habitada por una señora que hace rato dejó de tomar sus pastillas. Los escándalos de corrupción son tantos y tan variados, que es imposible seguirles la pista. Hasta el aspiracional jet set argentino, de vacaciones en Punta del Este, se ha vuelto alcanzable para algunos compatriotas. Tenemos a varios de nuestros mejores ejemplares masculinos, rompiendo corazones por allá. Quién lo hubiera pensado; Chile país exportador de galanes.

Pero incluso en medio de su propia decadencia, y sus tangos políticos, los argentinos tienen suerte. Es la desgracia de los afortunados me imagino yo. Cómo puede ser que un país tenga en forma simultánea una reina en Holanda, un Papa en el Vaticano y al mejor futbolista del mundo en su selección. Máxima Zorreguieta conoció a su príncipe holandés en Nueva York, se casaron, tuvieron tres hijas y hoy sus súbditos la adoran. Tiene el glamour, el encanto y la prestancia de la más noble de todas las reinas europeas. De hecho, se ve mucho más contenta que la pobre Leticia, que de sólo mirarla, produce angustia. Y Francisco I, más que Papa, es un rock star. Para muchos su nombramiento fue la mejor movida que ha hecho el Vaticano en varios años. Incluso, algunas ovejas descarriadas han vuelto al redil religioso gracias al estilo cercano y sencillo de este jesuita. Y Argentina también tiene a Messi. Un concentrado de talento deportivo, en un tipo de muy bajo perfil, que sólo le falta salir campeón para estar a la altura de los inmortales.

Ese tipo de cosas, a nosotros no nos pasan. A los chilenos nos llueve sobre mojado. Si ocurre algo malo, después le sigue algo peor. Ejemplo: aunque nos estemos muriendo intoxicados producto de la contaminación, es políticamente incorrecto alegrarse con la lluvia, porque si cae mucha agua lo más probable es que nos inundemos o caiga un alud en algún sector de la capital. Un clásico nacional. Y en el plano futbolístico, en este Mundial nos tocó jugar con el grupo de la muerte ¡Parece como si la mano negra de la FIFA hubiera escogido con pinza a nuestros rivales!

Ayer, después de escuchar a un desinflado Schiappacasse, le dije a mi marido: “reconoce que han tenido suerte”. Craso error. Le toqué la fibra chovinista. Empezó a recitarme una larga lista de méritos deportivos en Brasil 2014: que les había tocado jugar con varios cabeza de serie; que en ningún partido habían llegado a penales y bla, bla, bla. Ante tal nivel de pasión, me pareció que lo más prudente sería sacar mi banderita blanca y retirarme a mis cuarteles. Pero el susodicho, no conforme con mi derrota, empezó a cantarme al más puro estilo de hinchada argentina: “Brasiiiiilllll decime que se siente….. tener en casa a tu papá”. Mientras hacía un gran esfuerzo por hacerme la superada, pensé: “Ojalá que nunca nos toque jugar con Argentina; dudo que mi matrimonio sea capaz de resistir un Mundial así”.



viernes, 4 de julio de 2014

La prueba de amor

 En el colegio me iba pésimo en matemáticas. Lo más cercano que tuve a una crisis de pánico fue cuando la miss Gladys me hizo pasar al pizarrón para que intentara resolver un ejercicio de geometría. “C’est votre problem”, era la respuesta que me daba en un desafortunado francés cuando hacía un esfuerzo sobrehumano por entender.

Después de muchas y muchas tardes sentada al lado de profesores, llegué a la conclusión de que mis clases particulares eran una pérdida de plata y tiempo. No sé en que lóbulo estaría alojado ese talento, pero claramente había nacido sin esa parte del cerebro. Lo único bueno de ser tan mala para algo, es que te ayuda a elegir sin mucho conflicto tu futuro profesional. No tengo recuerdo de haber tenido grandes disquisiciones vocacionales, porque lo único que hacía relativamente bien era escribir y memorizar. Y así fue como periodismo cayó por su propio peso.

Me imagino que mi instinto de supervivencia fue lo que operó cuando elegí un marido ingeniero ¡Es que todas las dificultades prácticas de la vida se solucionan tanto mejor en una cabeza estructurada! Esto no quiere decir que me haya casado por interés, porque entre los dos hubo una atracción genuina y espontánea. Pero indudablemente que su capacidad matemática fue un rasgo que me resultó muy atractivo.

Ahora, yo soy una convencida que uno tiene los defectos de sus virtudes, y por lo mismo en el departamento del romanticismo y la creatividad, dejaba bastante que desear. En el fragor de la conquista, su primer gran piropo fue: “tú estás dentro del 5 por ciento de mujeres más bonitas que conozco”. Pedirle mejores declaraciones de amor, era como pedirle peras al olmo.

Ya una vez casada, la verdadera prueba de amor se planteó cuando me pidió que hiciera una planilla Excel para entender los gastos de la casa. ¡No lo podía creer! Cuántas veces me había escuchado decir que los números no eran lo mío. Pasaron varias semanas de recriminaciones y peleas. “Yo también trabajo, así que no tengo por qué estar rindiéndole cuentas a nadie”, era mi argumento de cabecera.

El asunto plata, pasó a ser un tema muy desagradable en mi matrimonio. Cuando la discusión se acaloraba más de la cuenta, inevitablemente terminábamos criticando a nuestras respectivas familias: “Es que tu papá siempre fue…” o  “tu mamá siempre ha sido …”. De ahí en adelante todo se iba cuesta abajo.

Hoy, varios años después, me declaro una adicta a la planilla Excel. No recuerdo bien qué fue lo que me impulsó a dar el paso, pero finalmente enfrenté mis traumas históricos. Reconozco que no sé hacer operaciones muy sofisticadas, pero me produce una gran contención sicológica ingresar semanalmente mis gastos en la tabla. Consecuencia de este nuevo hábito, mi cartera se convirtió en un depósito de boletas que colecciono en forma patológica. Ahora, cada vez que mi marido me pregunta “¿en qué se usó la plata?”, sin lidiar palabra de por medio, le mando la planilla vía mail.

Para ser honesta, no creo que hayamos ahorrado mucho con este registro de gastos. Pero sí tengo la certeza que ha servido para sintonizarnos en ésta área donde nos cuesta tanto comunicarnos. ¡Qué paradójica es la vida! Nunca imaginé que la planilla Excel sería mi verdadera prueba de amor.