“A los 88 años murió
la Duquesa de Alba, popular aristócrata española”, se leía en Twitter ese
jueves 20 de noviembre. “La prensa rosa ya no será lo mismo sin ella”, pensé.
Con todo el respeto que me merece la ilustre difunta, ¡pucha que era fea la señora!
Ni toda la plata del mundo logró que una de las mujeres más ricas de España
recuperara la belleza de su juventud. Lo que sí mantenía intacto era su
espíritu alegre y gozador. “Nunca es tarde para ser feliz”, dijo poco antes de
casarse con su tercer marido Alfonso Diez, 25 años menor que ella.
En una de las tantas
fotos, aparecía la octogenaria duquesa en bikini tomada del brazo de su galante
esposo. “¡Qué horror acostarse con un adefesio así!”, pensé. En ese momento
entró Julio a la cocina. “Se murió la Duquesa de Alba”, comenté. “No creo que
al viudo le dure mucho la pena”, agregué burlona.
- ¿Pero cuál es el problema?- acotó
Julio - ¡Está perfecto! Cuántas mujeres andan con viejos decrépitos, esperando
que se mueran para quedarse con toda su fortuna. ¡Alguna vez que nos toque a nosotros!
Me dejó callada
¿Qué le iba a responder? ¡Tenía toda la razón! Entonces miré el reloj de la
pared y calculé que apenas tenía 20 minutos para llegar al barrio El Golf. Le
di un beso, pesqué mi cartera y salí corriendo rumbo al Starbucks. Durante todo
el trayecto no pude dejar de pensar en cómo sería el sexo en la vejez. Lo
cierto es que había una variable estética que me producía arcadas de solo
imaginarme la situación. Y aunque no soy una consumidora de
cine XXX, nunca he visto una película porno donde el elenco esté compuesto por puros
abuelitos. “¿Pero cómo puedo ser tan prejuiciosa?”, me reproché. ¡Quién me hizo
pensar que el sexo era monopolio absoluto de los jóvenes y bellos! Además,
seamos realistas, con la cantidad de años que estamos condenados a vivir, vamos
a tener que echar mano a cuanto artilugio esté a nuestro alcance. Viagra, implantes,
disfraces, esposas, rejuvenecimiento vaginal,
va a ser parte de la artillería básica para que no nos cambien otro/otra.
Abrí jadeante la
mampara de vidrio y comprobé que aún no había llegado mi amiga. Quince minutos
después, cuando ya me había tomado la mitad de mi Caramel Macchiato, entró la
Jose.
-¡Perdón por la demora!- se
disculpó nerviosa.
-No te preocupes, ya me acostumbré.
- No, por favor no me tortures. Ya
he tenido suficiente…
Resulta que ese
fin de semana había llegado su suegro de visita a Santiago, y para celebrarle
el cumpleaños, la Jose se había inmolado ofreciendo su casa para el asado
familiar. Ya me había comentado que no tenía muy buen onda con el padre de su
marido. “¡Es un viejo asqueroso!”, dijo revolviendo con furia su Latte alto
descremado. “Habíamos terminado de cantarle feliz cumpleaños, cuando los niños
le preguntan: ´¿cuántos años cumplió Tata?’ y el viejo libidinoso contesta
‘unos años muy picarones ‘. Entonces le vuelven a insistir, y responde 69
muerto de la risa”.
Reconozco que empaticé
de inmediato con la Jose. Tal vez sea un rasgo atávico producto de mi educación
cartuchona, pero nunca me acomodó que mis padres me hablaran de sexo y mucho
menos que hicieran chistes de doble sentido. “Bueno, olvídate y no le des más
vueltas al asunto”, le dije a modo de consuelo. “Agradece que ya se fue, y si
quieres vente a comer hoy a mi casa”.
Esa noche la muerte
de la Duquesa de Alba se perfilaba como el trending
topic de la velada. “¿Y de qué se murió la señora?, preguntó la Pili. “De
tanta cirugía que se hizo en la cara” respondió Pancho. Entonces Alfredo, en un
intento fallido por elevar el nivel de la conversación acotó: “Sabían que la
Duquesa de Alba tenía tantos títulos nobiliarios que no tenía la obligación de
hacer una genuflexión ante el Papa”.
- Igual no podría haberlo hecho- intervino
nuevamente Pancho –Tenía la piel tan estirada que no le daba para arrodillarse-
remató mientras el resto estallaba en carcajadas.
En medio de
tanta algarabía, saltó una copa de vino tinto, y aproveché el incidente para
arrancarme un segundito al baño. En esos menesteres sanitarios me encontraba,
cuando de pronto veo -para mi horror y espanto- como entremedio de la zona baja
se erguía desafiante un pelo blanco. No, no puede ser ¡una cana en mi otra
cabellera! Desesperada, abrí el cajón del mueble, empuñé la pinza mortal, y sin
vacilar extirpé de raíz esa deshonrosa vellosidad alba. “Esto me pasa por
reírme de la difunta Cayetana”, me lamenté al salir del baño.
- ¿Estás bien? ¿Por qué te
demoraste tanto?”- me preguntó Julio al sentarme nuevamente a la mesa.
- Es que estoy sufriendo la
venganza de la Duquesa de Alba- le comenté riendo. - Más rato te explico por
qué-.
Ilustración: Carolina Undurraga