lunes, 9 de junio de 2014

Mamá, ¿por qué no me dijiste?

 “¿Por qué no me dijiste que no tuviera tantos hijos?”, fue la frase que le lancé entre lágrimas y pucheros a mi pobre madre que me miraba con cara de desconcierto. Uno quisiera pensar que la generación de uno supera a la anterior, pero mi progenitora fue mucho más “progre” que yo. Ella sólo tuvo tres hijos, porque tenía total claridad de sus capacidades y limitaciones. Y yo, que me creía tan cool, de avanzada y mujer de mundo, resulta que no supe cómo manejar el ítem planificación familiar. Hasta hoy no puedo reconciliarme con la idea que tener cuatro hijos es lo más irresponsable y tercermundista que he hecho jamás.

Y así fue, con cuatro colapsé. Tuve que “jubilarme” de la empresa que yo misma había creado. No fui capaz de sostener el frágil equilibrio que había logrado armar. Un comentario muy políticamente incorrecto. ¡A quién se le ocurre decir que se arrepintió de tener un hijo! En mi caso el comentario resultaba aún más alevoso, considerando que durante cinco largos años lo único que hice fue lamentarme por mi incapacidad de procrear, frustrarme porque ningún tratamiento me resultaba y victimizarme con la idea de que jamás sería madre. Incluso recuerdo que un grupo de amigas fueron rezando no sé dónde para pedirle a dios que me quedara embarazada.

Los rezos fueron excesivos, porque tuve la primera y después no paré. A los ocho meses ya estaba esperando a la siguiente. Para qué tomar precauciones si supuestamente “no era operativa”. Me costó dos hijos más darme cuenta que me había vuelto “full operativa”. Para ponerlo en términos brutales, cuando mi hija mayor apenas cumplía cinco, yo figuraba en la clínica pariendo a mi cuarto retoño.

Me convertí, sin quererlo, en el típico caso de la niña que después de tener su primera guagua “se destapó”. Así no más, como si fuera un simple incidente de gasfitería. De mi triste rol de mujer disfuncional pasé a ser objeto de burla entre mis amistades: que llegué a la clínica sin saber cómo tener hijos y me fui sin saber cómo parar; que por suerte que partí tarde porque si no llevaría diez; que si me habían reclutado para ser miembro algún movimiento religioso, bla, bla, bla…  

De tanto desear, me sobregiré. La maternidad se me vino encima como un tsunami. Sin dosificador. Intensa y agotadora. “Resignación y renuncia” fue mi mantra durante varios meses. Muy a mi pesar, no puedo decir que estoy en otra etapa. A veces creo ver la luz al otro lado del túnel, pero un torturante llanto nocturno me recuerda que todavía tengo maternidad para siempre.









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