“¿Por qué
no me dijiste que no tuviera tantos hijos?”, fue la frase que le lancé entre lágrimas
y pucheros a mi pobre madre que me miraba con cara de desconcierto. Uno quisiera pensar que la generación de uno
supera a la anterior, pero mi progenitora fue mucho más “progre” que yo. Ella sólo
tuvo tres hijos, porque tenía total claridad de sus capacidades y limitaciones.
Y yo, que me creía tan cool, de avanzada y mujer de mundo, resulta que no
supe cómo manejar el ítem planificación familiar. Hasta hoy no puedo
reconciliarme con la idea que tener cuatro hijos es lo más irresponsable y tercermundista que he hecho jamás.
Y así fue, con cuatro colapsé. Tuve que
“jubilarme” de la empresa que yo misma había creado. No fui capaz de sostener el
frágil equilibrio que había logrado armar. Un comentario muy políticamente
incorrecto. ¡A quién se le ocurre decir que se arrepintió de tener un hijo! En
mi caso el comentario resultaba aún más alevoso, considerando que durante cinco
largos años lo único que hice fue lamentarme por mi incapacidad de procrear, frustrarme
porque ningún tratamiento me resultaba y victimizarme con la idea de que jamás sería
madre. Incluso recuerdo que un grupo de amigas fueron rezando no sé dónde para
pedirle a dios que me quedara embarazada.
Los rezos fueron excesivos, porque tuve la primera
y después no paré. A los ocho meses ya estaba esperando a la siguiente. Para qué
tomar precauciones si supuestamente “no era operativa”. Me costó dos hijos más darme
cuenta que me había vuelto “full operativa”. Para ponerlo en términos brutales,
cuando mi hija mayor apenas cumplía cinco, yo figuraba en la clínica pariendo a
mi cuarto retoño.
Me convertí, sin quererlo, en el típico caso de la niña
que después de tener su primera guagua “se destapó”. Así no más, como si fuera un simple incidente de gasfitería. De mi triste rol de mujer disfuncional pasé a ser
objeto de burla entre mis amistades: que llegué a la clínica sin saber cómo
tener hijos y me fui sin saber cómo parar; que por suerte que partí tarde
porque si no llevaría diez; que si me habían reclutado para ser miembro algún
movimiento religioso, bla, bla, bla…
De tanto desear, me sobregiré. La maternidad se me
vino encima como un tsunami. Sin dosificador. Intensa y agotadora. “Resignación
y renuncia” fue mi mantra durante varios meses. Muy a mi pesar, no puedo decir
que estoy en otra etapa. A veces creo ver la luz al otro lado del túnel, pero
un torturante llanto nocturno me recuerda que todavía tengo maternidad para
siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario